La literatura fragmentaria pretende responder a la naturaleza misma de la vida y del mundo interior del hombre. Fragmentar alude, aun etimológicamente, a ruptura, partición, fractura, quiebra. El pensar y la realidad no constituyen fluencias homogéneas, sino crispados procesos donde priman las intermitencias, los saltos y los sobresaltos. En el fondo, toda lógica y todo discurso representan esfuerzos más o menos provocados y hasta artificiosos, empalmes de forzada continuidad, sistemas constructivos tercamente fraguados para desprenderse de la experiencia desnuda y discontinua.
La literatura fragmentaria prefiere la secuencia breve y concentrada, el trozo expresivo, los restos más valiosos que puedan salvarse del naufragio. Desconfía de la abundancia o el exceso de palabras y cree que algunas cosas, tal vez las más plenas, sólo pueden ser captadas enunciándolas sin mayor desarrollo, explicación, discurso o comentario. Supone que únicamente esa vía estrecha logra capturar la instantaneidad del pensar, de la visión creadora o de la iluminación mística, al no traicionar la momentaneidad quebradiza del fluir temporal. Y así el impacto de lo breve se asocia con el balbuceo primigenio y también con el sueño de una sabiduría no mediatizada. De eso se desprende un margen de desconfianza hacia la literatura y la filosofía en general, que al extender o estirar el pensamiento, la creación, la expresión, debilitarían su esencia.
No es raro que la literatura fragmentaria, bajo sus variadas formas (aforismos, sentencias, máximas, apotegmas, proverbios, refranes, adagios), haya estado presente en todas las épocas, desde los primeros textos religiosos y oraculares, la filosofía o poesía de los presocráticos y la sabiduría de Oriente, pasando por los dichos populares o los pensadores y moralistas franceses del siglo XVII, hasta abrir las puertas de la modernidad con Novalis y Nietzsche y manifestarse en nuestro siglo a través de nombres tan significativos y diferentes como Lec, Cioran o René Char. Esta irremplazabilidad del género lo sitúa junto a la poesía, como lo más cercano al silencio. Su condición es la rigurosa concentración, que está denunciando implícitamente la falta de necesidad de la mayor parte de cuanto se escribe. Su peligro es caer en la fórmula o la sentencia apodíctica y fácil, como también confundir la brevedad y la síntesis.
Lo cierto es que el aforismo, que constituye quizá la forma privilegiada de la literatura fragmentaria, ha ocupado siempre un lugar cuantitativamente escaso pero cualitativamente excepcional en el cuadro general de la historia de la literatura. Su ubicación no ha sido entonces marginal o ambigua, sino más bien central, aunque no abundante.
Contrariamente, la literatura del futuro podría brindar al aforismo y al fragmento una perspectiva más amplia y reconocida. Esta sospecha se basa en factores como los siguientes: 1) la modificación progresiva de la relación autor-lector y la aceleración creciente del tiempo de lectura; 2) la necesidad de responder a la breve disponibilidad del pensamiento y atención del hombre actual; 3) la revalorización consiguiente del lenguaje concentrado y la síntesis conceptual y poética; 4) la aparición de algunas obras aforísticas que parecen haber conjugado esos aspectos, aun sin proponérselo, pero con resultados tan inesperados como la edición de más de cien mil ejemplares del libro Voces, de Antonio Porchia.
Roberto Juarroz Extraído de "La fidelidad al relámpago, conversaciones con Roberto Juarroz" Universidad de México, Vol. XXXVIII, nueva época, número 16 México Agosto de 1982
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